En el verano íbamos a pasar las
vacaciones al campo. Teníamos una casita
muy pequeña en la cual todos estábamos muy cómodos, porque además de los boxes para los caballos,
también había gansos, gallinas y pavos, todos estos últimos pertenecientes a la
producción propia del casero, Don Eufemio.
Yo particularmente me sentía muy bien en esa finca, porque se parecía notablemente a uno de los
dibujos de mi primer libro de lectura, escrito por Constancio Vigil, el cual yo
lo llevaba de un lado para otro.
Mi familia constaba de mi madre, mi padre y nuestro
enorme pastor blanco, Lobo.
Lobo era como un hermano para mí, de hecho mi hermano
mayor, porque nació seis meses antes que yo.
Un día de esos veranos, donde una tibia brisa traía el
perfume de los tilos, después de cenar, todos
comimos sandía.
Mi madre, posiblemente para estar un poco a solas con
mi padre, me dijo: Santi, ¿porque no llevas esas cáscaras de sandía a
las gallinas?
Esta sugerencia no me gustó mucho, porque ya había oscurecido un poco, aunque me sedujo la idea de ver el campo
iluminado por miles de luciérnagas.
Para disgusto de mi madre, hice el trámite muy rápido,
por lo cual, al volver me preguntó: ¿ya le diste las cáscaras de sandía a las
gallinas?
No, a las gallinas no, se las di a Lobo, ¡se las puse
en la puerta de su cucha!
Pero Santi, ¿cómo se te ocurre darle sandía a un
perro? ¡Ve, llévale las cáscaras a las gallinas y no seas torpe!- replicó enérgicamente
mi madre.
Cuando me acercaba a la cucha de Lobo, vi que por
suerte las cáscaras permanecían intactas, mientras él las olía con resignación.
No lo pensé dos veces; empecé a tomar las cáscaras cuando… ZAS!!! , la enorme boca de Lobo atrapó mi hombro
derecho como una enorme tenaza, comprimiéndome el pecho contra la espalda.
Nunca hubiera creído semejante reacción de Lobo, mas
que perro, hermano.
Ahí fue donde aprendí para siempre que jamás hay que
sacarle la comida a ningún animal, ¡aunque éste no la vaya a comer nunca!
De hecho, Lobo
se cuidó de no hacerme daño; dejó tan solo una débil huella de sus dientes en
mi piel, porque de haber respondido a sus instintos ancestrales, me hubiera
arrancado la mitad de mi cuerpo de una sola dentellada.
Este episodio lo recuerdo muy bien, no por los
colmillos de Lobo, sino por la brutal manera que mi padre reprimió la natural
conducta del perro.
Por eso, si hoy
en día entrego algo con amor, afecto, alegría, no importa que me haya
equivocado, jamás vuelvo a tomar lo que ya di.
Santiago, escrito el 9/7/2009, publicado en febrero de 2013